Esta semana se viralizó una Carta al Director en un diario nacional, firmada por una madre trabajadora, bajo el título de «No soy malabarista«. La queja, bastante atendible, consiste en que a raíz de las estrictas medidas por la supuesta pandemia que vive el mundo, las madres que trabajan están a cargo de su casa y sus hijos, al miso tiempo que de sus trabajos.
A un año del inicio de esta pesadilla que alguien llamó Covid, las autoridades -que distan mucho de serlo en el sentido profundo de la palabra- anunciaron la vuelta a cuarentena, destrozando la dinámica personal del diario vivir, que en opinión de la lectora que escribió la carta, es un «riesgo ya aceptado».
No estoy de acuerdo con ella en que ese riesgo haya aparecido con la pandemia, porque existió siempre. La pandemia solo puso las luces sobre él. No obstante, la autora acierta en destacar a los empleadores como principales responsables de no tomar medidas adecuadas a la situación país, pretendiendo que todo siga funcionando como siempre, normal. Plazos normales, exigencias normales, horarios normales, como si nada estuviera pasando.
El llamado a la flexibilidad laboral, sin embargo, ocurrió hace décadas en países como Suecia, donde tanto mujeres como hombres tienen opciones laborales que se adaptan a la vida moderna.
Nuestra autora se acaba de dar cuenta que a la hora de elegir qué es prioridad -el colegio virtual de sus hijos, hacer el almuerzo o estar atenta en la reunión de trabajo-, no puede hacerlo. Porque todo eso es relevante. Es entonces cuando intentando organizar sus prioridades, termina sin almorzar o sin dormir. Probablemente también, sin prestar demasiada atención a sus propios hijos.
Ella sabe que a estas alturas podría tener la oficina en casa, ya encontró un rinconcito, ya se viste más cómoda, pero sus hijos son pequeños y necesitan ayuda para las clases virtuales, la comida no se cocina sola, el aseo no se hace solo, los correos electrónico no se responden solos, los llamados, las compras, el lavado, el planchado…¿Y el padre?
Los padres viven lo mismo, solo que nunca antes había caído en ellos la labor del hogar y los hijos, razón por la cual aun en este siglo 21 hay tantas mujeres que siguen aceptando la pasividad de sus parejas en las labores domésticas.
La mujer ha sido siempre una malabarista. No ahora. Siempre tuvo que sacrificarse por otros, siempre asumió roles completamente abusivos, y los empleadores lo saben. Se aprovechan. Saben que entre ellas, las madres que quieren ganar su propio dinero y desarrollarse profesionalmente, aun no están tan organizadas como para reunirse y decirle a su jefe que debe cambiar las reglas. Saben que vendrá otra y hará lo que ellas no quieren hacer. Saben que entre ellas, hay traidoras.
Nuestra autora termina su columna diciendo que retrocedimos 20 años en el mercado laboral femenino -muy cierto- y que todas las madres trabajadoras terminarán locas. Eso es un hecho, pero hace rato. Conozco madres trabajadoras con neurosis, empastilladas, alcohólicas, autodestructivas, infelices, pero no conozco ninguna que me haya dicho: me encanta ser madre trabajadora. Es lo mejor que me ha pasado en la vida. Es fácil de organizar y me da calidad de vida en lo personal y familiar. No existe mujer con trabajo que diga tal cosa.
Porque habrá traidoras, pero mentirosas son menos. Es más difícil esconder tamaño nivel de malestar y fingir que todo está bien. Porque en el fondo saben, que no hay solución. Que ser mamá -o al menos una buena mamá; guía, cercana y presente- y trabajar es completamente incompatible, a no ser que las reglas del juego cambien. Cambien para todas las mujeres del mundo, de modo tal que sea el trabajo el que se adapte a las mujeres trabajadoras y no al revés.
De ningún otro modo, y esto hay que decirlo enfáticamente, se podrá jamás tener mujeres felices en una sociedad. Porque nada es más difícil en la vida, que querer estar para tus hijos, y no poder. No se trata de no poder ir a la peluquería o al cine, ni siquiera de no poder tener la casa ordenada, sino del profundo dolor de saber que lo que sea que estés haciendo o donde sea que estés, no podrás disfrutarlo. Y las razones son tan básicas, tan obvias, tan biológicas que no resisten análisis; los niños necesitan ser cuidados.
Es duro decirlo; pero si con esta pandemia global y todo lo que ha implicado -la enfermedad, el horror de la muerte, la soledad impuesta, la cesantía, muchas veces le hambre- las reglas del juego no cambian para la mujer, entonces nunca lo harán. porque el mundo no vio nunca antes un malabarismo femenino tan imposible; el de manejar todo, pero encerradas. Sin redes de apoyo, sin contención, sin colaboración. Solas.
Categorías:Columnas
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